Decía Becker que para que una persona se
decidiera a cometer un acto delictivo o una infracción, tendría en cuenta dos
variables: la pena que le pueda ser impuesta si le descubren y las
probabilidades de que sea aprehendido. Y una vez tenidas en cuenta esas
variables, el ser racional amoral sopesaría si le compensa defraudar a
Hacienda, aparcar en un sitio prohibido, robar un banco, o, como en este caso,
descargarse de la red, de manera ilegal, contenidos protegidos por la propiedad
intelectual.
Pero, en base a
esta teoría, ¿debemos identificar al pirata de contenidos digitales como, ni
más ni menos, un ser racional amoral cuya conducta se basa, únicamente, en la
búsqueda de su propia utilidad? ¿O estamos ante un individuo más bien de conciencia
media para el que las probabilidades juegan a su favor?
Resulta fácil
observar cómo muchos de los textos escritos sobre esta materia no pueden evitar
caer en el manido error de considerar pérdidas del mercado de la propiedad
intelectual al equivalente del valor de las descargas realizadas de manera
ilícita.(1)
Y esto resulta
así porque que ese supuesto daño causado a la industria (por el lucro cesante,
se entiende) no es real. Y no lo es porque, de todos los usuarios que descargan
contenidos protegidos por la propiedad intelectual, hay que descartar, para
empezar, a todos aquellos que no accederían al contenido de otra manera. Bien
porque económicamente no se lo podrían permitir, bien porque, en un balance
económico de su propia situación, no estarían dispuestos a acceder a ese
contenido por el precio determinado por la industria (o incluso por ninguno).
Si el valor que el consumidor estaría dispuesto a pagar por ese concreto bien
es igual a cero, el valor de la pérdida del empresario debe ser también igual a cero.
Por lo tanto, a
la hora de hacer un análisis real de las pérdidas que suponen para la industria
las descargas ilegales, hemos de tener en cuenta que, normalmente, los estudios
y análisis incluyen a un segmento de la población "pirata” que, en términos
económicos, no lo es. No causa daño a la industria. Es más, puede incluso
beneficiarla. Veámoslo en el siguiente ejemplo: un sujeto descarga una canción (protegida por la PI)
de un grupo musical determinado a través de una red P2P por el que en ningún caso
estaría dispuesto a pagar. Decide reproducirla un día en su domicilio, en
presencia de un conocido que estaba de visita. Éste no conocía el grupo y a
raíz de la reproducción del primer individuo, conoce al grupo y el disco que
tiene en el mercado. Toma la decisión entonces de
adquirir un ejemplar del mismo en una tienda de música. En este ejemplo vemos
que hay una primera conducta que podría llegar a ser ilícita(2); una segunda,
que podría llegar a ser discutible(3), y una tercera, la compra del CD por el
amigo que es, indudablemente, la única legal en todo el desarrollo. Sin
embargo, y a pesar de la dudosa legitimidad de alguna de las acciones, no se puede
apreciar daño alguno al mercado de la propiedad intelectual o de los autores.
La industria no ha dejado de ganar, puesto que entre los dos sujetos que
disfrutan del ejemplar del disco, el primero no estaría dispuesto a pagar y el
que si lo está, de hecho, lo hace gracias a la conducta ilegítima del primero
que no estaba dispuesto a pagar.
Así vemos que
en este caso, no sólo no hay daño, sino que la industria ha salido beneficiada
gracias a la publicidad facilitada por el primer sujeto que se ha descargado
los contenidos. Si criminalizamos, como punto de partida, todas las conductas o
a todos los tipos de usuarios que pueblan el mundo de las descargas de
Internet, estamos criminalizando conductas que quizá no mereciesen semejante
calificación jurídica. Bien porque, técnicamente, no son conductas incorrectas,
bien porque esas conductas no están produciendo daño alguno a ningún sujeto,
como ya se comentó supra.
Lessig(4) hace una distinción(5) muy interesante de cuatro clases
de “usuarios ¿piratas?”:
Una primera
clase que sustituye la compra del producto por su descarga en Internet. En este
caso estamos ante un tipo de consumidor que, efectivamente y sin lugar a dudas,
habría comprado el ejemplar en el comercio legal y que, sin embargo, se ahorra
la compra accediendo a éste de manera ilegal en la red.
Una segunda
clase que utiliza la descarga como método de prueba, frente a una eventual
compra futura. Éste consumidor no tiene claro si va a realizar la compra,
aunque tiene posibilidades e intención de hacerlo. La descarga le sirve para
probar el producto antes de comprarlo.
Si no se le
permitiese esa conducta de descarga, el sujeto, ante la duda de si el producto
vale la pena o no, podría tomar la decisión de adquirirlo o no, a ciegas. En el
caso de que lo adquiriese, la industria obtendría la misma ganancia que si se
le hubiese permitido la descarga previa para probar el producto: le es indiferente
la descarga. En el caso de que no lo adquiriese, si se le hubiera permitido la
descarga y no le hubiera gustado, a la industria le habría sido igualmente
indiferente: no hay pérdida porque no hubiera habido adquisición. Sin embargo,
si la descarga previa hubiera sido del agrado del consumidor, éste habría
adquirido el producto. La industria, si en este caso le impidiese la descarga,
sí sufriría esa pérdida de ingresos.
El tercer grupo
del que habla Lessig es el de
aquellos usuarios que, aprovechándose de las posibilidades que ofrece el
intercambio de archivos directo entre usuarios y, por consiguiente, el acceso a
bibliotecas privadas de archivos, encuentran productos que ya no están a la
venta en el comercio, que están descatalogadas o que son de muy difícil acceso.
Por ejemplo, podemos hablar de la descarga de un producto que ha sido retirado
del mercado. Normalmente será retirado por el titular de los derechos de
explotación, precisamente, porque ha dejado de ser interesante económicamente
hablando(6). No hay pérdida. No hay daño.
Por último, en
cuarto lugar encontramos todas esas obras que están igualmente colgadas en la
red pero que, o bien no son objeto de propiedad intelectual, o el propietario
ha cedido sus derechos voluntariamente(7), o que están ya en dominio público(8).
En este caso, tampoco podemos hablar de ningún daño causado a la industria.
Todo lo contrario. Hay un intercambio de obras a las que ya no les acompaña
ningún derecho de explotación con el que el autor o el titular de esos derechos
vaya a recibir ninguna compensación: es un mercado libre, entendiendo el
término libre en este caso como completamente legal.(9)
Desde luego, si todo el entorno de la descarga en Internet fuera tan idílico como
se ha visto en los últimos ejemplos y no hubiera "piratas" de los que se
enmarcan en el primero de los grupo enumerados, es más que probable que yo no estuviera escribiendo esta entrada en mi Blog, puesto que no habría problema que ni que discutir, ni que solucionar. Sin embargo, los sujetos que descargan contenidos de la
red indudablemente constituyen un “mercado sumergido” ilegal de contenidos protegidos, que sí resta beneficios a la industria. La pregunta es ¿hasta dónde llegan esas pérdidas realmente?
La
complicación, como siempre, será encontrar el equilibrio (monetario) entre las dos posturas
enfrentadas de "industria" y "usuario ¿pirata?". Ese balance que subyace en
el common sense por el que aboga Lessig.
----------------------------------------------
(1) Un ejemplo lo podemos
encontrar en Ledesma Ibáñez, J., “Piratería digital en la propiedad
intelectual”, Barcelona 2011, cuando, en su página 16, hace mención a los
datos publicados por el “Observatorio de
piratería y hábitos de consumo de contenidos digitales” en su informe de
datos correspondiente al segundo semestre de 2009. Éstos dicen que “el valor total de los contenidos pirateados
asciende a 5.121 millones de euros; es decir, más de tres veces el valor del
consumo legal. Si todos los contenidos consumidos fueran pagados, el mercado
podría ser tres veces mayor que el actual”. La conclusión debe resultarnos
distante de la realidad: ni todos los usuarios son posibles consumidores, ni
todos los contenidos “pirateados” lo son, por no constituir verdadero objeto de
propiedad intelectual.
(2) No hay que
olvidar que solamente hay descarga, no hay subida y, por lo tanto, no hay
puesta a disposición, que es lo que se ha venido considerado como ilegal por la
jurisprudencia. Véase, por ejemplo, la Sentencia nº 67/10 del Juzgado de lo Mercantil
número 7 de Barcelona. Su fundamento jurídico tercero, de muy recomendable
lectura, ilumina ampliamente la cuestión
(3) Hay que
tener en cuenta que el sujeto reproduce el disco delante de una persona que
podría no estar incluido dentro del ámbito doméstico del que habla el artículo
20.1 de la Ley de
Propiedad Intelectual, pero no creo que, al estar en su propio domicilio, sea
sostenible ni tan siquiera plantear esa propuesta.
(4) Lawrence Lessig, profesor de Derecho en la Universidad de Harvard
y en la Universidad
de Chicago, creador de las licencias Creative Commons y escritor de libros tan
relevantes para este tema como son: “Free Culture”, New York 2004; “Code 2.0”, New Cork 2006 o “Remix”,
London 2008, entre otros. Es uno de sus argumentos base, en la búsqueda de un
equilibrio entre el Copyright y la Cultura Libre, el uso del sentido común, para no
criminalizar todas las opciones de acceso a la cultura que no sean las
“ortodoxas”. Como dato curioso fue asistente, precisamente, del mismo R. Posner.
(5) Lessig, L.
“Free Culture” New York 2004, págs. 66
a 79. Resulta
muy interesante todo el análisis que lleva a cabo de la conducta de los
usuarios de las redes P2P.
(6) Algún problema
podríamos encontrar en el caso de que haya sido el autor el que se haya
decidido a retirarlo del mercado, pues chocaríamos directamente con su derecho
de retirada.
(7) Por ejemplo,
distribuyendo el ejemplar bajo una licencia CreativeCommons.
(8) Forzoso o
voluntario. No hay que olvidar que los contenidos intercambiados son
internacionales y que, si bien en España no aceptamos como tal el dominio
público voluntario, puede estarlo en el país de origen y, por lo tanto, no se
causa daño al no haber sujeto que posea los derechos de explotación.
(9) En todo
caso, no hay que olvidar que si bien la obra de lo que está libre es de
derechos de explotación, no lo está de los derechos morales. Por lo tanto,
habrá que seguir respetando, desde luego, la autoría. En casos en los que sea
el autor el que haya renunciado a ciertos derechos de explotación, como ocurre
cuando se hace uso de las licencias Creative
Commons, éstas siguen exigiendo respeto a ciertos límites, dentro de los
derechos de explotación; por ejemplo, dependiendo del tipo de licencia que
escojamos, dentro de las seis disponibles, tendremos restringido el uso
comercial, la distribución, etc.
muy bueno! gracias por el artículo!
ResponderEliminar